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Murió Miguel Etchecolatz, uno de los más miserables símbolos de la dictadura genocida.

por JULIO ALBORNOZ

Nunca supo que es el remordimiento, así como nunca supo que es la piedad, la justicia, la humanidad…

Siguió hasta el final de su vida disfrutando del dolor que había causado a sus víctimas, sus familiares y a los millones de argentinos que lo repudiaron en cada grotesca y vil intervención que insistía en hacer.

Cuentan los que saben de eso que, descartado el cielo, el diablo no lo quiso en el infierno porque tuvo miedo de un golpe de estado. Por ello, vagará por una nada donde solo pueda observar el rostro de todas sus víctimas riéndose en su cara porque, a pesar de su brutalidad y de la muerte que les brindó, no las pudo doblegar… nunca.

Los seres patéticos como él no saben de arrepentimientos, por el contrario, hacen de su bestialidad e ignorancia -el mismo combustible que antes los hizo cometer hechos aberrantes- el escudo de armas de su cruzada genocida.

“ME CAMBIO EL NOMBRE PARA SALIR DE LA SOMBRA DE ESE HIJO DE PUTA”, dijo su hija, hoy Mariana Dopazo.

“Fui ejecutor de una ley hecha por los hombres (…) guardador de preceptos divinos”, decía este ex comisario general cuando era el dueño y señor de la vida de miles de personas, sabiéndose impune hiciese lo que hiciese. “… Volvería a hacerlo”, juraba. Así vivió, como el criminal enfermo que era… y así murió, preso como debe ser, solo respetado por otros pocos enfermos como él… un ser siniestro al que ni siquiera lo amaban quienes habían sido su familia, que al contario, lo repudiaba. Su propia hija renunció a su apellido, a cualquiera de sus enseñanzas, a él mismo. “No le permito más ser mi padre”, supo decir quién fue su hija y hoy se llama Mariana Dopazo.  

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Hablar de Etchecolatz es hablar de muerte… no es algo grato sobre lo que escribir. Duele, genera sentimientos negativos recordar a un tipo sobrando la partida de familiares de personas a las que había torturado y matado, es todo un trabajo mantener la cabeza (y la sangre) fría ante semejante muestra de brutalidad. Pero es algo necesario para cualquiera que ame la libertad y la vida. Tan solo por eso, haré una reseña de su bestial pasaje por este mundo y lamentablemente por este país.   

Este rejunte de boñiga con el que algún monstruo creó al represor, estuvo al frente de la Dirección General de Investigaciones de la Policía Bonaerense, la fuerza de Ramón Camps (otro trozo de idéntico material, hecho por otra monstruosidad), teniendo bajo su mando decenas de patotas que comandaba, siguiendo las órdenes teñidas de sangre de su superior. Bajo su órbita funcionaron no menos de 20 centros fuera de la ley, donde luego de su detención o secuestro, las víctimas eran vejadas, torturadas y/o asesinadas. Si eran mujeres embarazadas, además de lo anterior, sus hijos eran robados y luego negados a sus legítimos familiares… entregados a otros represores o enviados a orfanatos. Si tenían suerte, eran adoptados por buenas familias que en algunos casos siquiera conocían de donde habían venido. Pero a todos, les robaban su identidad, su historia, la vivencia y el amor que emerge de la propia sangre. Nuevamente, los más afortunados, la conocerían muchos años después, lucha de madres y abuelas de plaza de mayo mediante.

Era tal la contracción al exterminio y la tortura de Etchecolatz, su adhesión al genocidio que Camps le proponía, que en la época de la dictadura recibió no una sino varias veces la condecoración San Miguel Arcángel, máximo “honor” que la Bonaerense concedía a sus miembros… una especie de premio al mejor genocida.

Así, luego de algo más de tres décadas, en 1979, pidió y se brindó la baja de la institución a la que había llegado en 1947, para brindarle tareas de seguridad a Bunge & Born. En abril de 1986, con la democracia, llegó la justicia, siendo detenido por la Cámara Federal, condenándolo a veintitrés años de prisión por ser hallado culpable de los crímenes cometidos en lo que se llamó el Circuito Camps (la causa 44). Desde la cárcel, fue promotor del alzamiento de Semana Santa.

Luego la Corte lo benefició, por lo que al salir de la cárcel, volvió a trabajar con la seguridad privada, conociendo entonces a su actual esposa, Graciela Carballo.

Impune, repelía mediante todo tipo de amenazas los escraches, con los que tanto las madres como los hijos lo perseguían. Hasta llegó a desenfundar un arma cuando en dos de ellos amenazaron tirarle huevos -nuestra lamentable justicia dijo creerle cuando afirmó que era de juguete-. Nada que le generara sorpresa a quien lo vio en acción.

Tal como le recriminó en la cara Alfredo Bravo (docente, Secretario General de CTERA, subsecretario de Educación en tiempos de Alfonsín, diputado y finalmente senador por el Partido Socialista) en el nefasto Hora Clave que conducía Mariano Grondona (gran defensor de la dictadura y los gobiernos neoliberales) después que Etchecolatz ninguneara al “Nunca Más”. Bravo contó que Etchecolatz, en medio de una sesión de tortura, le dijo al oído: “maestro, escupa todo y no trague nada”, mientras el represor con Grondona escuchando decía que. En 1997, en un careo entre ambos en el programa Hora clave que conducía Mariano Grondona, el genocida comparó la tortura con un tratamiento para callos plantares.

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Después de ese programa, paralelo a la publicación panfletaria de ese escrito (me rehúso a decir que escribió un libro y de la publicación de su libro “La otra campana del Nunca Más”, Bravo lo demandó. Lo patrocinó Juan Ramos Padilla, el juez que lo había metido preso en los años ‘80 y al que el represor odiaba como a pocos. Era tal la impunidad con que se movía el ex policía que en la casa de los Ramos Padilla ya le reconocían la voz a Etchecolatz cuando llamaba para amenazar al padre de la familia. Cuando quisieron ejecutar la sentencia, se apersonaron Ramos Padilla padre con sus dos hijos, Alejo y Juan Martín.

Etchecolatz decía que nada de lo que había en la casa le pertenecía hasta que la oficial de justicia que los había acompañado agarró una charretera y con fastidio le preguntó: “¿Ésta tampoco es suya?”

  • “Sí, y ésta también”, dijo Etchecolatz asomándose con un arma.
  • ¿Funciona?, le preguntó Ramos Padilla padre.
  • “Por supuesto…. Y tengo blanco” –le dijo el genocida apuntándole al juez–. ¿Dónde quiere el tiro?

Alejo, hijo del juez,  se abalanzó sobre Etchecolatz ante la posibilidad cierta de que le disparara al padre, logrando arrebatarle la pistola.

El episodio -como suele suceder en estos casos si de un represor se trata- quedó en el olvido hasta que comenzó el primer juicio en La Plata después de la caída de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida que lo tuvo como protagonista. Alejo Ramos Padilla, entonces abogado querellante, pidió junto con otros abogados querellantes que le revocaran la prisión domiciliaria porque tenía un arma en su casa. Así lo hizo el tribunal que presidía Carlos Rozanski.

         

Luego vino el secuestro de un testigo clave para él: Jorge Julio López (secuestrado y desaparecido por primera vez el 27/10/1976), luego que este testificara que  lo había visto -por primera vez- el 27 de octubre de 1976. Etchecolatz participó en ese operativo en el barrio de Los Hornos. López lo vio pateando a quienes estaban secuestrados en el campo de Arana y declaró ante la justicia que él mismo comandó la matanza de cuando asesinaron a los militantes de la unidad básica Juan Pablo Maestre. “No tenía compasión”, dijo López. Su testimonio fue crucial para demostrar que Etchecolatz no solo daba las órdenes, sino que actuaba.

El 19 de septiembre de 2006 (treinta años tardó la justicia), recibió su primera condena a prisión perpetua el 19 de septiembre de 2006. Un día antes, López desapareció. Aún no se conoce su paradero si está con vida, ni se halló su cuerpo si fue asesinado.

Etchecolatz por su parte, había escuchado la sentencia aferrado a un rosario, el mismo al que se agarraba cuando la fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo, María Isabel “Chicha” Chorobik de Mariani, le reclamó que dijera dónde estaba su nietita Clara Anahí. Tampoco dijo nada esta vez… besó la cruz y calló.

Y a pesar de la condena, su odio y desprecio por la vida ajena se mantuvo inalterable: en 2014, durante el juicio por crímenes cometidos en La Cacha, a ocho años entonces de la desaparición de Julio López, Etchecolatz hizo lo imposible para que se viese un papel que llevaba en su mano con el nombre del testigo.  Otro mensaje para amedrentar a quienes ponían el cuerpo y el testimonio para hacer justicia.

En la etapa del macrismo, pudo salir de la cárcel. El 27 de diciembre de 2017, Tribunal Oral Federal (TOF) N°6 (a cargo de los jueces Rodrigo Giménez Uriburu, Guillermo Costabel y la jueza Sabrina Namer), le otorgó la prisión domiciliaria, enviando al represor a su chalet en el bosque Peralta Ramos de Mar del Plata, lugar en donde sus vecinos, militantes y ciudadanos en general, se amontonaron para expresarle su repudio, tanto a él como a la decisión de los jueces que permitieron su libertad.

Fue entonces que su propia hija, Mariana, contó que había marchado contra su ex padre genocida cuando la Corte habilitó el beneficio del 2×1 para los criminales de lesa humanidad. “Me cambio el apellido porque quiero salir de la sombra de ese hijo de puta”, afirmó.

Ante estos hechos, la Cámara Federal de Casación revocó la decisión del TOF 6 y Etchecolatz debió volver a la prisión, donde estuvo hasta ahora, donde purgaba siete condenas (de las que solo una fue confirmada por nuestra patética Corte Suprema) en las que fue responsable de, entre otras cosas, tormentos, torturas, secuestros, desapariciones, asesinatos, hasta cuatrerismo… volvió a prisión. Allí estuvo hasta ahora, purgando siete condenas a prisión perpetua dictadas desde que se reabrieron los juicios.

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Lo dicho: un ser despreciable por donde se lo mire. Una de las principales impulsoras del juicio y castigo al genocida en la jurisdicción de La Plata, Guadalupe Godoy lo definió como “… un cruzado y un reivindicador del genocidio, además de serlo él mismo”.

Y por eso ella misma emprendió esta lucha para que fuese a prisión. Cuando se había mudado de Mar del Plata a la ciudad de las diagonales, Etchecolatz significaba para Guadalupe la imagen de un policía retirado que volvía a martirizar a una de sus víctimas -Alfredo Bravo- en un programa televisivo de mucho rating -el de Mariano Grondona-. Luego, fue el genocida al que escrachó con volantes junto a otros militantes mientras el represor vivía en el Bosque Peralta Ramos. Con los años, Guadalupe se fue convirtiendo en una de las responsables de que Etchecolatz terminara sus últimos días en la cárcel….

“Murió condenado y cumplió sus condenas en cárcel común”, apunta Godoy. “La lucha de tantos y tantas por memoria, verdad y justicia no fue en vano”, finalizó.

“Dorotea Inés” (su apodo en el que combinaba las letras de su cargo como director de la Dirección de Investigaciones) jamás habló de sus acciones y las consecuencias que generaron: así, condenó a los desaparecidos a seguir siéndolo y a sus amigos y parientes a la búsqueda eterna. De esta manera, día a tras día, volvía a cometer los crímenes de los que decía sentirse orgulloso. Aún iba más allá, jurando que no se arrepentía y que volvería una y mil veces a repetir los mismos actos. Por eso mismo , su silencio ensordecedor y enfermizo, es su legado póstumo… su última miseria cargada del sadismo asesino que buscaba una última victoria sobre aquellos a los que, no conforme con haberlos torturado… matado de la forma más brutal… de haberles quitado hasta a sus hijos, quería destruir aún muertos… para siempre.

La lucha de muchos y la fortaleza basada en esa frase estampada en los pañuelos de esas mujeres que empezaron siendo catorce y hoy se multiplican en millones de personas que trascienden nuestras fronteras y son la imagen de la lucha contra la injusticia y la crueldad de toda dictadura… Esa frase que rezaba (y reza… y rezará) “memoria, verdad, justicia”, fue mejor que su pistola, sus garrotes, sus torturas y su crueldad. La frase que venció a su odio y con ello, a él, que ni el diablo dicen que quiso darle cobijo.

En lo personal, no me alegro de su muerte porque me convertiría en esencia en lo que él quería que fuésemos. Si me alegró que sus días terminaran en una cárcel, como Videla o Martínez de Hoz, porque eso no es venganza sino justicia… la misma que muchos seres despreciables como él le negaban a sus víctimas. Y no hay que arrepentirse que así sea… que así seamos: mejores.

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